Por qué los ciudadanos de
Estados Unidos tienen que parar las guerras autogeneradoras de su país
por Peter Dale Scott
Sobre la
base de ejemplos históricos, Peter Dale Scott denuncia las condiciones y los
nocivos efectos de la «guerra contra el terrorismo», que suma la inestabilidad
a la inseguridad y multiplica la cantidad de terroristas a los que
supuestamente combate.
Hoy en día,
el desafío político más urgente del mundo es impedir que la llamada «Pax
Americana» se convierta poco a poco en un conflicto mundial de gran
envergadura, como sucedió en el siglo XIX durante la llamada «Pax Britannica».
Y si utilizo el término «llamada» es porque cada una de esas «pax»
se volvió, al alcanzar sus fases finales, cada vez menos pacífica y menos
ordenada y mucho más centrada en la imposición de una potencia competidora,
belicista y esencialmente contraria a la igualdad.
Pudiera
parecer pretencioso el considerar que prevenir esta guerra es un objetivo
posible de alcanzar. Sin embargo, las medidas para lograrlo están muy lejos de
ser irrealizables aquí mismo, en Estados Unidos. No necesitamos para ello una
nueva política radical e inédita, sino una reevaluación realista e
indispensable de dos políticas que entraron en aplicación recientemente pero
que se han desacreditado y resultado contraproducentes. Tendríamos entonces que
separarnos de ellas paulatinamente.
Me refiero
ante todo a la supuesta «guerra contra el terrorismo» emprendida por
Estados Unidos. En ese país, la política interna y la política exterior se ven
cada vez más influenciadas por una guerra contra el terrorismo que resulta
contraproducente, y que en realidad está elevando tanto la cantidad de autores
como la cantidad de víctimas de ataques terroristas. Esa guerra resulta además
profundamente deshonesta cuando se sabe que las políticas de Washington en
realidad ayudan a financiar y a armar a los yihadistas que normalmente
deberían ser considerados como enemigos.
Por sobre
todo, la «guerra contra el terrorismo» es autogeneradora porque produce
más terroristas de los que elimina, como han señalado alarmados numerosos
expertos. Y se ha convertido en un factor indisolublemente ligado a la «guerra
contra la droga», la anterior campaña autogeneradora y también
desesperadamente imposible de ganar de Estados Unidos.
En efecto,
esas dos guerras autogeneradoras se han convertido hoy en una sola. Al
emprender la «guerra contra la droga», Estados Unidos favoreció un
paraEstado organizador del terror en Colombia (denominado AUC, siglas de
Autodefensas Unidas de Colombia) así como un reino del horror que se hizo más
sanguinario aún en México (con 50 000 muertos en los 6 últimos años) [1]. Al emprender en 2001 una «guerra
contra el terrorismo» en Afganistán, Estados Unidos contribuyó a
multiplicar por dos la producción de opio en ese país, que se convirtió así en
fuente del 90% de la heroína a nivel mundial y de la mayor parte de la
producción global de hachís [2].
La
ciudadanía estadounidense debería tomar conciencia de ese esquema general que
hace que la producción de droga aumente sistemáticamente allí donde Estados
Unidos interviene militarmente –en el sudeste asiático durante las décadas de
1950 y 1960, en Colombia y posteriormente en Afganistán. El cultivo del opio
también aumentó en Irak a raíz de la invasión de ese país por las tropas
estadounidenses, en 2003 [3]. Y también sucede lo contrario, o
sea que la producción de droga disminuye cuando terminan las intervenciones
militares de Estados Unidos, como ha venido sucediendo en el sudeste asiático
desde los años 1970 [4].
Las dos
guerras autogeneradoras de Estados Unidos resultan lucrativas para los
intereses privados que se dedican al cabildeo para mantenerlas [5]. Y al mismo tiempo ambas guerras
contribuyen a agravar la inseguridad y la inestabilidad, en Estados Unidos y en
el mundo.
De esa
manera, a través de una dialéctica paradójica, el Nuevo Orden Mundial de
Estados Unidos poco a poco se convierte en un Nuevo Desorden Mundial. Por otro lado, a pesar de parecer
invencible, el Estado de seguridad nacional, atenazado por los problemas de
pobreza, de ingresos desiguales y de la droga, se convierte progresivamente en
un Estado de inseguridad nacional paralizado por una serie de bloqueos
institucionales.
Al utilizar
la analogía con los errores británicos de finales del siglo XIX, el objetivo de
este trabajo es promover un progresivo regreso a un orden institucional más
estable y más justo a través de una serie de medidas concretas, algunas de las
cuales se aplicarían por etapas. Al utilizar como ejemplo la decadencia de Gran
Bretaña espero demostrar que la solución no puede venir del actual sistema
basado en los partidos políticos sino de personas que no formen parte de ese
sistema.
Las locuras de la Pax Britannica a fines del
siglo XIX
Los últimos
errores cometidos por los líderes del Imperio británico son especialmente
instructivos para la comprensión de la difícil situación que hoy enfrentamos.
En ambos casos, un exceso de poderío en relación con las verdaderas necesidades
defensivas condujo a expansiones de influencia cada vez más injustas y
contraproducentes. El análisis que hago en los siguientes párrafos es
unívocamente negativo. Ese análisis ignora, en efecto, los logros positivos del
sistema colonial en materia de salud y de educación en el exterior. A pesar de
esos logros, la consolidación del poderío británico condujo al empobrecimiento
de naciones anteriormente prósperas, como la India. Y empobreció también a los
trabajadores en Gran Bretaña [6].
Como ha
demostrado Kevin Phillips, una de las principales causas de ese fenómeno fue la
creciente deslocalización de los capitales de inversión y de la capacidad
productiva británicas:
«Se vio
así Gran Bretaña en condiciones similares a las de los Estados Unidos de los
años 1980 y de la mayor parte de los años 1990 –por un lado, desplome del nivel
de los salarios (exceptuando los cargos de dirección) acompañado de un declive
de las industrias básicas y, en lo más alto de la escala, una era dorada para
los bancos, los servicios financieros y los valores bursátiles, un claro
aumento en la parte del ingreso generado por la inversión, así como un
impresionante porcentaje de los beneficios y de los recursos concentrados en el
1% de la población con más altos ingresos.» [7]
Los peligros
que representaban las crecientes desigualdades en materia de ingresos y riqueza
eran muy fáciles de identificar en aquel entonces, como en efecto lo hizo el
joven político Winston Churchill [8]. Sin embargo, sólo una minoría
había notado la existencia del perspicaz análisis que hacía John A. Hobson en
su libro titulado Imperialism (1902). Según Hobson, la búsqueda
desenfrenada de la ganancia –causa de la deslocalización del capital fuera de
fronteras– creó la necesidad de establecer un aparato de defensa
sobredimensionado para poder proteger ese sistema. En el extranjero, una de las
consecuencias de ese fenómeno fue un uso más extensivo y brutal de los
ejércitos británicos. Hobson define el imperialismo de su época, que según él
comenzó hacia 1870, como un «debilitamiento […] del verdadero nacionalismo a
través de intentos de ir más allá de nuestras fronteras naturales y de absorber
los territorios próximos o lejanos habitados por pueblos recalcitrantes e
inasimilables.» [9]
Como
escribió en 1883 el historiador británico Sir John Robert Seely, pudiera
decirse del Imperio Británico que se concretó «en un impulso inadvertido»
(«in a fit of absence of mind»). Pero no podría decirse lo mismo sobre
los avances de Cecil Rhodes en África. Una de las causas fundamentales de la
expansión británica fue la mala distribución de la riqueza, y fue también una
inevitable consecuencia de ella. La mayor parte del libro de Hobson criticaba
la explotación que Occidente imponía al Tercer Mundo, sobre todo a África y
Asia [10]. Hobson se hacía así eco de la
descripción que había hecho Tucídides sobre
«como
Atenas fue derrotada por la avaricia sin límites (pleonexia) de la que dio
prueba durante su inútil expedición en Sicilia, una locura que presagiaba las
de Estados Unidos en Vietnam e Irak [así como la de Gran Bretaña en Afganistán
y Transvaal]. Tucídides atribuyó el surgimiento de aquella locura a los rápidos
cambios que se produjeron en Atenas después de la muerte de Pericles, y en
particular al creciente poderío de una oligarquía depredadora.» [11]
El apogeo
del Imperio británico así como el comienzo de su decadencia pueden situarse
ambos en los años 1850. Londres instituyó durante ese decenio un control
directo sobre la India, reemplazando así la Compañía de Indias, cuya función
era puramente explotadora.
Pero durante
ese mismo decenio, Gran Bretaña se puso de acuerdo con la Francia abiertamente
expansionista de Napoleón III (y con el Imperio Otomano) sobre sus ambiciones
hostiles a la posición de Rusia en Tierra Santa. Si bien Gran Bretaña había
salido victoriosa de la guerra de Crimea, los historiadores han opinado
posteriormente que esa victoria fue una de las principales causas de la ruptura
del equilibrio entre las potencias que había prevalecido en Europa desde el
Congreso de Viena, en 1815. O sea, lo que Gran Bretaña heredó de esa guerra fue
un ejército más eficaz y más moderno, pero en un mundo más peligroso e
inestable. (Quizás los historiadores estimen en el futuro que la aventura libia
de la OTAN en 2011 tuvo un papel comparable en el fin de la distensión entre
Estados Unidos y Rusia.)
La guerra de
Crimea también dio lugar al surgimiento de lo que quizás sea el primer
movimiento antiguerra de importancia en Gran Bretaña, a pesar de que es
recordado sobre todo por haber puesto fin a los papeles políticos activos de
sus principales líderes, John Codben et John Bright [12]. En poco tiempo, los gobiernos y
los dirigentes de Gran Bretaña se radicalizaron hacia la derecha. Lo cual dio
lugar, por ejemplo, al bombardeo de Alejandría, ordenado por Gladstone en 1882,
para obtener el pago de las deudas que los egipcios habían contraído con los
inversionistas privados británicos.
La lectura
del análisis económico de Hobson a la luz de los escritos de Tucídides nos
permite reflexionar sobre el factor moral de la avaricia desmedida (pleonexia)
estimulada por un ilimitado poderío británico. En 1886, el descubrimiento de
colosales reservas de oro en la república boer de Transvaal, que era
nominalmente independiente, atrajo la atención de Cecil Rhodes, quien ya se
había enriquecido anteriormente gracias a las concesiones para la explotación
de minas y de diamantes que había adquirido de forma deshonesta en
Matabelelandia. Rhodes veía en aquel momento la oportunidad de acaparar también
los yacimientos auríferos de Transvaal, derrocando el gobierno boer con el
respaldo de los uitlanders (o sea, los extranjeros, en su mayoría
británicos, que habían confluido en aquella región).
En 1895,
tras el fracaso de las maniobras en las que había implicado directamente a los uitlanders,
Cecil Rhodes, en su calidad de primer ministro de la colonia británica del
Cabo, apoyó una invasión de Transvaal mediante lo que se ha dado en llamar la «incursión
Jameson» –llevada a cabo por un grupo heterogéneo de miembros de la policía
montada y mercenarios voluntarios. Aquella incursión no sólo fue un fracaso
sino que, además, provocó un escándalo. Rhodes se vio obligado a renunciar a su
cargo de primer ministro y su hermano fue encarcelado. Los detalles de la
incursión Jameson y de la guerra de los Boers, engendrada por aquella
operación, resultan demasiado complejos para abordarlos aquí. Pero el resultado
final fue que, al término de aquella guerra, Cecil Rhodes acaparó la mayor
parte de los yacimientos auríferos.
La siguiente
etapa del expansionismo abundantemente financiado por Rhodes fue su visión de
una vía ferroviaria entre El Cabo y El Cairo, que debía atravesar las colonias
bajo control británico. Como veremos más adelante, aquel proyecto engendró la
visión francesa rival de construir una vía ferroviaria «este-oeste», lo cual
desencadenó una primera serie de crisis exacerbadas por la emulación imperial.
Aquellas crisis se intensificaron poco a poco hasta desembocar en la Primera
Guerra Mundial.
Según
Carroll Quigley, Cecil Rhodes fundó también una sociedad secreta cuyo principal
objetivo era ampliar aún más la expansión del Imperio británico. Una
ramificación de aquella sociedad fue la Mesa Redonda (Round Table), que
generó a su vez el Real Instituto de Relaciones Internacionales (RIIA, siglas
de Royal Institute of International Affairs). En 1917 varios miembros de
la Mesa Redonda estadounidense contribuyeron también a la fundación de la
organización hermana del RIIA, que no es otro que el Council on Foreign
Relations o CFR (Consejo de Relaciones Exteriores), con sede en Nueva
York [13].
Algunos
analistas han juzgado exagerado el argumento de Carrol Quigley. Estemos o no de
acuerdo, se puede observar que existe una continuidad entre la avidez
expansionista de Cecil Rhodes en África, en los años 1890, y la de las
compañías petroleras británicas y estadounidenses de la postguerra y los golpes
de Estado respaldados por el CFR en Irán (en 1953), en Indonesia (1965) y en
Cambodia (1970) [14]. En todos esos ejemplos, la
avaricia privada (a pesar de emanar de empresas más que de individuos) impuso
la violencia de Estado y/o la guerra como cuestiones de política pública. El
resultado de ello fue el enriquecimiento y fortalecimiento de las empresas
privadas dentro de lo que yo llamo la Máquina de guerra
americana, proceso
que debilita las instituciones encargadas de representar el interés general.
Mi argumento
central es que, de forma previsible, el desarrollo paulatino de la marina de
guerra y de los ejércitos británicos provocó un rearme de las demás potencias,
sobre todo en Francia y Alemania. Y ese proceso hizo inevitable la Primera
Guerra Mundial, y también la Segunda. Retrospectivamente, no es difícil darse
cuenta de que ese fortalecimiento de los aparatos militares puede haber
contribuido, de manera desastrosa, no a garantizar la seguridad sino, por el
contrario, a crear una inseguridad cada vez más peligrosa –no sólo para las
potencias imperiales sino para el mundo entero. Dado que la supremacía global
de Estados Unidos sobrepasa actualmente la que alcanzó el Imperio británico en
su época de apogeo, no se observan –al menos hasta ahora– repercusiones
comparables en las ambiciones de emulación de otros Estados. Sin embargo,
comienza a aparecer un aumento de las reacciones violentas de los pueblos cada
vez más oprimidos, lo que los medios de difusión han dado en designar como «terrorismo».
Al mirar
hacia atrás también podemos comprobar que el progresivo empobrecimiento de la
India y de otras colonias tuvo como consecuencia inevitable que el Imperio
británico se volviera más inestable, condenándolo finalmente a desaparecer.
Esto es algo que no parecía evidente en aquella época, y en el siglo XIX,
comparándolo con la época actual, pocos británicos –aparte de John A. Hobson–
ponían en tela de juicio las decisiones políticas que condujeron a su país de
la Larga Depresión de los años 1870 a la llamada «fiebre africana», y a
la correspondiente carrera armamentista [15]. Pero hoy en día, al analizar
aquellas decisiones, nos parecen sorprendentes la estrechez de mente, la estupidez
y la poca visión de los supuestos estadistas de aquella época. Las crisis
absurdas, pero alarmantes, que provocaron con sus decisiones en lejanas
regiones de África, como en Fachoda (en 1898) o en Agadir (1911), reafirman esa
idea [16].
También
podemos notar como facciones burocráticas muy pequeñas pero fuera de control
dieron inicio a varios crisis internacionales. La crisis de Fachoda, en el sur
de Sudán, implicó a una insignificante tropa de 132 oficiales y soldados
franceses. Estos últimos, al cabo de un viaje de 14 meses, estaban animados por
la vana esperanza de lograr establecer una presencia francesa a través de
África, de este a oeste, como forma de contrarrestar la visión de Rhodes de una
presencia británica que debía extenderse del norte al sur del continente
africano [17]. En el momento de lo que se conoce
como «el golpe de Agadir» (o Panzersprung), la provocadora
llegada de la cañonera alemana SMS Panzer a aquella ciudad marroquí fue
una idea insensata de un secretario adjunto de Relaciones Exteriores y su
principal consecuencia fue la consolidación de la Entente Cordiale
franco-inglesa, contribuyendo así a la derrota de Alemania en la Primera Guerra
Mundial [18].
La Pax Americana sigue el patrón de la Pax
Britannica
El mundo no
está condenado a tener que repetir la tragedia de una guerra mundial en estos
tiempos de Pax Americana. La interdependencia global y sobre todo las
comunicaciones han registrado una importante mejoría. Tenemos en nuestras manos
el conocimiento, la capacidad y la motivación necesarios para comprender los
procesos históricos con más control que antes. Lo más importante es que para
una minoría global es cada vez más evidente que el hipermilitarismo de Estados
Unidos, justificado por razones de seguridad, se está convirtiendo en realidad
en una amenaza para la seguridad de ese mismo país y del mundo entero. En
efecto, esa tendencia belicista favorece y desencadena guerras de proporciones
cada vez mayores –lo cual recuerda el hipermilitarismo británico del siglo XIX.
En medio del
creciente desequilibrio global, existe un motivo de consuelo para el pueblo de
Estados Unidos. Ya que las causas de la inseguridad global provienen cada vez
más a menudo de ese país, los remedios a ese problema también se encuentran
allí. Mucho más que sus predecesores británicos, y contrariamente a los demás
pueblos de hoy, la ciudadanía estadounidense tiene la posibilidad de reducir
las tensiones globales y de evolucionar así hacia un orden internacional más
equitativo. Por supuesto, nadie puede predecir que esa restauración llegue a
concretarse. Pero el fin catastrófico de la Pax Britannica y la carga cada vez
más pesada que tienen que soportar los ciudadanos estadounidenses sugieren la
necesidad de hacerlo. En efecto, el expansionismo unilateral de su país, al
igual que el de Gran Bretaña en el pasado, contribuye actualmente a la ruptura
de las alianzas y los acuerdos jurídicos internacionales que aportaron durante
decenios una estabilidad relativa, sobre todo los que forman parte de la Carta
de las Naciones Unidas.
Hay que
señalar claramente que el actual fortalecimiento del aparato militar de Estados
Unidos es la causa fundamental del rearme global. Ese proceso recuerda de
manera preocupante la carrera armamentista alimentada en el pasado por la
industria militar británica, que condujo en 1911 al golpe de Agadir y, poco
después, a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, el actual rearme puede ser
calificado de «carrera armamentista». En efecto, Estados Unidos –y sus
aliados de la OTAN, cuya política exige la posesión de armamentos compatibles–
gozan de un predominio tan grande en el mercado militar mundial que los
volúmenes de las ventas de armas de Rusia y China parecen, en comparación,
risibles:
«En 2010
[…] Estados Unidos mantuvo su posición dominante en la feria global del
armamento, con exportaciones de armas ascendentes a 21 300 millones de dólares,
o sea un 52% [del mercado internacional] […].
Rusia
ocupaba el segundo lugar, con ventas de armas por un monto de 7 800 millones de
dólares en 2010, o sea un 19,3% del mercado, contra 12 800 millones de dólares
en 2009. En términos de ventas, detrás de Estados Unidos aparecen Francia, Gran
Bretaña, China, Alemania e Italia.» [19]
Un año
después, la absoluta hegemonía de Estados Unidos en la exportación de armamento
se había elevado a más del doble representando así el 79% de las ventas
globales de armas:
«El año
pasado, las exportaciones de armas de Estados Unidos totalizaron 66 300
millones [de dólares], o sea más de 3 cuartas partes del mercado mundial del
armamento, estimado en 85 300 millones en 2011. A pesar de ocupar el segundo
lugar, Rusia estaba muy por debajo, registrando ventas por un monto de 4 800
millones.» [20]
Y, ¿cuál es
actualmente la principal actividad de la OTAN que exige armas? No es la defensa
contra Rusia sino el apoyo a Estados Unidos en su guerra autogeneradora contra
el terrorismo, en Afganistán como antes sucedió en Irak. La «guerra contra
el terrorismo» debía verse como lo que realmente es: un pretexto para
mantener un ejército estadounidense que padece una peligrosa hipertrofia, a
través de un ejercicio injusto del poder que resulta cada vez más inestable.
En otros
términos, Estados Unidos es hoy, y de lejos, el primer país que inunda el mundo
con armamento. Los ciudadanos de ese país tienen que exigir imperativamente una
reevaluación de ese factor de agravamiento de la pobreza y de la inseguridad.
Tenemos que recordar la célebre advertencia que hizo Eisenhower en 1953: «cada
fusil que se fabrica, cada navío de guerra que se despliega, cada cohete que se
dispara significa –es en su sentido último– un robo perpetrado contra quienes
padecen hambre y no tienen con qué alimentarse, contra quienes tienen frío y no
tienen con qué vestirse.» [21].
Es necesario
recordar que el presidente Kennedy, en su discurso pronunciado el 10 de junio
de 1963 en la American University, esbozó una visión de paz que no sería
explícitamente «una Pax Americana impuesta al mundo por las armas de guerra
americanas» [22]. Aunque efímera, su visión era
sabia. Sesenta años después de la génesis del sistema estadounidense de
seguridad –la supuesta «Pax Americana»–, los propios Estados Unidos
están atrapados en una situación de inseguridad sicológica cada vez más marcada
por la paranoia. Las características tradicionales de la cultura
estadounidense, como el respeto del habeas corpus y del derecho
internacional, están siendo abandonadas por causa de una supuesta amenaza
terrorista engendrada en realidad por los propios Estados Unidos. Y ese
fenómeno puede observarse tanto dentro del país como en el extranjero.
La alianza secreta entre Estados Unidos y Arabia
Saudita y la «guerra contra el terrorismo»
Más de la
mitad de los 66 300 millones de dólares en armas estadounidenses exportados en
2011 estaban destinados a Arabia Saudita, lo cual representa 33 400 millones de
dólares. Esas ventas incluían decenas de helicópteros de los tipos Apache
y Black Hawk que, según el New York Times, Arabia Saudita
necesita para defenderse de Irán. Pero en realidad corresponden sobre todo a la
creciente implicación de Estados Unidos y de Arabia Saudita en guerras
asimétricas y agresivas (por ejemplo, en Siria) [23].
Esas ventas
de armas estadounidenses a Arabia Saudita no fueron producto de la casualidad.
Son fruto de un acuerdo entre ambos países destinado a compensar la afluencia
de los dólares estadounidenses utilizados para pagar el petróleo saudita.
Durante las crisis petroleras de 1971 y 1973, el presidente Nixon y Henry
Kissinger negociaron un acuerdo con Arabia Saudita e Irán para pagar el
petróleo a precios mucho más elevados, pero con la condición de que esos dos
países reciclaran sus petrodólares de diferente maneras, principalmente
mediante la compra de armamento estadounidense [24].
La riqueza
de Estados Unidos y la de Arabia Saudita se hicieron así más interdependientes
que nunca, lo cual es una ironía. En efecto, retomando los términos de un
despacho diplomático filtrado, «[los] donantes sauditas se mantienen como
los principales financiadores de grupos extremistas como al-Qaeda» [25].25 La Rabita (o Liga
Islámica Mundial), iniciada y masivamente financiada por la familia real
saudita, se ha convertido en sede de los encuentros internacionales de
salafistas mundialmente activos, incluyendo a ciertos líderes de
al-Qaeda [26].
En resumen,
las riquezas generadas por la relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita
financian tanto a los yihadistas vinculados a al-Qaeda que operan por
todo el mundo como las guerras autogeneradoras que libran las fuerzas
estadounidenses contra esos mismos yihadistas. El resultado es una
creciente militarización, tanto en el extranjero como en Estados Unidos, a
medida que aparecen nuevos frentes de la supuesta «guerra contra el
terrorismo» en regiones anteriormente pacíficas, como Mali, donde se ha
producido una evolucion inicialmente previsible.
Los medios
de difusión tienden a presentar la «guerra contra el terrorismo» como un
conflicto entre gobiernos legítimos y fundamentalistas islamistas fanaticos y
hostiles a la paz. La realidad es que la mayoria de los países colaboran
periodicamente con las mismas fuerzas que ellos mismos combaten en otras
ocasiones, lo cual viene sucediendo desde hace mucho tiempo. Estados Unidos y
Gran Bretaña no son la excepción de la regla.
Hoy en día,
la política exterior de Estados Unidos es cada vez más caótica, sobre todo sus
operaciones clandestinas. En ciertos países, sobre todo en Afganistán, Estados
Unidos está combatiendo a yihadistas que la CIA apoyó en los años 1980,
y que aún gozan del respaldo de nuestros aliados nominales, Arabia Saudita y
Pakistán. En otras naciones, como en Libia, Estados Unidos ha prestado
protección y apoyo indirecto al mismo tipo de islamistas. Hay también otros
países, particularmente en Kosovo, donde Estados Unidos ha ayudadp a los
fundamentalistas a llegar al poder [27].
En Yémen,
las autoridades estadounidenses han reconocido que sus clientes allí apoyaban a
los yihadistas. Como informó hace varios años el universitario
Christopher Boucek ante la fundación Carnegie Endowment of International
Peace,
«[el]
extremismo islamista en Yémen es resultado de un proceso largo y complejo. En
los años 1980, un gran número de yemenitas participó en la yihad antisoviética
en Afganistán. Después del fin de la ocupación soviética, el gobierno yemenita
estimuló el regreso de sus ciudadanos, y también permitió que los veteranos
extranjeros se instalaran en Yemen. La mayoría de aquellos árabes afganos
fueron captados por el régimen e integrados a los diferentes aparatos de
seguridad del Estado. Ese tipo de captación se realizó también en beneficio de
individuos que el gobierno yemenita había encarcelado después de los ataques
terroristas del 11 de septiembre de 2001. Ya en 1993, en un informe de
inteligencia actualmente desclasificado, el Departamento de Estado
estadounidense había señalado que Yemen estaba convirtiéndose en un importante
punto de encuentro de numerosos combatientes que habían dejado Afganistán.
Aquel informe aseguraba también que el gobierno yemenita era reacio o incapaz
de restringir las actividades de aquellos individuos. Durante los años 1980 y
1990, el islamismo y las actividades resultantes de ese movimiento fueron
utilizados por el régimen para eliminar a los opositores internos. Por otro
lado, durante la guerra civil de 1994, los islamistas combatieron a las fuerzas
del sur.» [28]
En marzo de
2011 ese mismo universitario observó que el resultado de la guerra de Estados
Unidos contra el terrorismo había sido apoyar a un gobierno impopular
ayudándolo así a evitar la aplicación de las necesarias reformas:
«Bueno,
yo pienso que en lo tocante –que nuestra política en Yemen ha sido
[exclusivamente centrada en] el terrorismo– [que se ha focalizado en] el
terrorismo y la seguridad y al-Qaeda en la península arábiga (AQPA), excluyendo
casi todo el resto. Pienso que a pesar de lo –de lo que dice la gente en la
administración, estamos concentrados en el terrorismo. No hemos prestado
atención a los desafíos sistémicos que tiene que enfrentar Yemen: el desempleo,
los abusos en la administración, la corrupción. Pienso que son esos los
factores que llevarán al derrumbe del Estado. No será AQPA. […] [Todo] el mundo
en Yemen ve que apoyamos [a esos] regímenes, en detrimento del pueblo yemenita.» [29]
Dicho en
términos más directos, la «guerra contra el terrorismo» de Estados
Unidos es una de las principales razones que explican por qué Yemen, al igual
que otros países, se mantiene en el subdesarrollo y sigue siendo un terreno
fertil para el terrorismo yihadista.
Pero no es
la política exterior de Estados Unidos en materia de seguridad lo único que
contribuye a la crisis yemenita. Arabia Saudita está interesada en fortalecer
la influencia yihadista en el Yemen republicano. Así ha sido desde los
años 1960, cuando la familia real saudita recurrió a tribus conservadoras de
las colinas del norte de Yemen para rechazar un ataque del gobierno yemenita
–republicano y respaldado por Nasser– contra el sur de Arabia Saudita [30].
Esas
maquinaciones de los diferentes gobiernos y de sus agencias de inteligencia
pueden crear situaciones de una oscuridad impenetrable. Por ejemplo, como
informó el senador John Kerry, uno de los principales líderes de al-Qaeda en la
Península Arábiga (AQPA) «es un ciudadano saudita que fue repatriado a
Arabia Saudita en el mes de noviembre de 2007 [después de haber estado preso
en] Guantánamo[,] y que reanudó actividades ilegales [en Yemen] después de
haber seguido un programa de rehabilitación en su país.» [31]
Al igual que
otras naciones, Estados Unidos puede llegar a establecer alianzas con los yihadistas
de al-Qaeda para ayudarlos a luchar en zonas de mutuo interés en el extranjero,
como en Bosnia. La condición de esa colaboración es que los terroristas no se
vuelvan en contra de Estados Unidos. Es evidente que esa práctica contribuyó al
atentado con bomba de 1993 contra el World Trade Center, cuando al menos 2 de
sus autores habían sido protegidos de todo arresto. Las autoridades
estadounidenses habían protegido a aquellos individuos porque estaban
participando –en el centro al-Kifah de Brooklyn– en un programa de preparación
de islamistas para la guerra de Bosnia. En 1994, en Canadá, el FBI garantizó la
liberación de Ali Mohamed, un agente doble de Estados Unidos y al-Qaeda que
operaba en el centro al-Kifah. Poco después Ali Mohamed viajó a Kenia, donde
–según el Informe de la Comisión sobre el 11 de Septiembre– «dirigió» a
los organizadores del atentado de 1998 contra la embajada de Estados Unidos en
Nairobi [32].
El respaldo de Arabia Saudita a los terroristas
Arabia
Saudita es probablemente el actor más importante de ese oscuro juego. Ese país
no sólo ha exportado yihadistas a los cuatro confines del globo sino que
también los ha financiado –como ya vimos anteriormente–, a veces en
coordinación con Estados Unidos. Un artículo del New York Times,
publicado en 2010, sobre las filtraciones de despachos diplomáticos
estadounidenses revelaba, citando uno de aquellos despachos, que «[los]
donantes sauditas siguen siendo los principales financistas de grupos
extremistas como al-Qaeda» [33]
En 2007, el Sunday
Times informó también que
«[…] los
ricos sauditas siguen siendo los principales financistas de las redes
terroristas internacionales. ‘Si yo pudiese de alguna manera chasquear los
dedos y cortar las subvenciones de algún país [para las actividades
terroristas], apuntaría a Arabia Saudita’, declaró Stuart Levey, el funcionario
del Departamento del Tesoro americano encargado de vigilar el financiamiento
del terrorismo.» [34]
Según Rachel
Ehrenfeld, las autoridades iraquíes, pakistaníes y afganas también informaron
sobre el financiamiento del terrorismo por parte de Arabia Saudita:
«En 2009,
la policía pakistaní reportó que las organizaciones caritativas sauditas
seguían financiando a al-Qaeda, a los talibanes y al Lashkar-e-Taiba. Según
aquel informe, los sauditas han donado 15 millones de dólares a los yihadistas,
incluyendo a los responsables de los ataques suicidas en Pakistán y de la
muerte de Benazir Bhutto, la ex primera ministro pakistaní.
En mayo de
2010, la Buratha News Agency, una fuente periodística independiente con
sede en Irak, mencionó un documento filtrado de la inteligencia saudita. El
documento demostraba un continuo apoyo del gobierno de Arabia Saudita a
al-Qaeda en Irak. Aquel apoyo se materializaba en forma de dinero en efectivo y
de armas. […] Un artículo publicado el 31 de mayo de 2010 en The Sunday Times
de Londres reveló que, según el polo financiero de la inteligencia afgana (FinTRACA),
al menos 1 500 millones de dólares provenientes de Arabia Saudita habían
entrado clandestinamente en Afganistán desde 2006. Aquel dinero estaba muy
probablemente destinado a los Talibanes.» [35]
Sin embargo,
según el Times, el apoyo saudita a favor de al-Qaeda no se limitaba al
financiamiento:
«En estos
últimos meses, predicadores sauditas provocaron la consternación en Irak e Irán
con la publicación de fatwas que llaman a la destrucción de los grandes
mausoleos chiitas en Nadjaf y Kerbala, en Irak –algunos ya habían sido blanco
de atentados con bombas. Y mientras que importantes miembros de la dinastía
reinante de los Saud expresan regularmente su aversión por el terrorismo,
algunos responsables que defienden el extremismo son tolerados en el reino.
En 2004, el
jeque Saleh al-Luhaidan, el alto magistrado que supervisa los procesos
vinculados al terrorismo, fue grabado en una mezquita en momentos en que
exhortaba a los hombres [suficientemente] jóvenes a luchar en Irak. ‘Hoy,
penetrar en territorio iraquí se ha vuelto riesgoso’, advirtió. ‘Hay que evitar
esos satélites maléficos y esos drones aéreos que ocupan cada pedazo del
cielo iraquí. Si alguien se siente capaz de entrar en Irak para sumarse al
combate, y si su intención es que triunfe la palabra de Dios, está entonces en
libertad de hacerlo.’» [36]
El ejemplo de Mali
Un proceso
comparable está desarrollándose actualmente en África, donde el fundamentalismo
wahabita saudita «se ha expandido en estos últimos años a Mali[,] a través
de jóvenes imams que regresan de sus estudios [religiosos] en la península
arábiga» [37]. La prensa internacional, incluso Al-Jazeera, ha reportado la
destrucción de mausoleos históricos por parte de los yihadistas locales:
«Según
testigos, dos mausoleos de la antigua mezquita de tierra [del cementerio] de
Djingareyber, en Tombuctú, han sido destruidos por combatientes de Ansar Dine,
un grupo vinculado a al-Qaeda que controla el norte de Mali. Se cierne, por lo
tanto, una amenaza sobre ese sitio clasificado como patrimonio mundial [de la
UNESCO]. […] Esta nueva demolición se produce después de los ataques de la
semana pasada contra otros monumentos históricos y religiosos de Tombuctú,
acciones calificadas por la UNESCO de ‘destrucciones insensatas’. Ansar Dine ha
declarado que antiguos mausoleos eran ‘haram’, o sea prohibidos por el
Islam. La mezquita de Djingareyber es una de las más importantes de Tombuctú, y
fue una de las principales atracciones de esa legendaria ciudad antes de que la
región se convirtiera en zona prohibida para los turistas. Ansar Dine ha jurado
seguir destruyendo todos los mausoleos ‘sin excepción’, en medio de una ola de
tristeza y de indignación tanto en Mali como en el extranjero.» [38]
Sin embargo,
los autores de la mayoría de estos relatos –incluyendo el de Al-Jazeera–
no han subrayado el hecho que la destrucción de tumbas había sido una vieja
práctica wahabita, no sólo respaldada sino incluso perpetrada por el gobierno
saudita:
«Entre
1801 y 1802, bajo el reinado de Abdelaziz ben Mohammed ben Saud, los wahabitas
sauditas atacaron y destruyeron las ciudades santas de Kerbala y Nadjaf, en
Irak. Allí masacraron a una parte de la población musulmana y destruyeron las
tumbas de Husayn ibn Ali, el nieto de Mahoma e hijo de Ali (Ali ibn Abi Talib,
el yerno de Mahoma). Entre 1803 y 1804, los sauditas se apoderaron de la Meca y
de Medina, donde demolieron monumentos históricos, así como diferentes sitios y
lugares santos musulmanes –como el mausoleo construido sobre la tumba de
Fátima, la hija de Mahoma. Tenían incluso intenciones de destruir la tumba del
propio Mahoma, porque la veían como un sitio de idolatría. En 1998, los
sauditas destruyeron con buldóceres y quemaron la tumba de Amina bint Wahb, la
madre de Mahoma, provocando indignación en todo el mundo musulmán.» [39]
Una oportunidad para la paz,
con la inseguridad como principal obstáculo
Hoy en día
tenemos que establecer una diferencia entre el reino de Arabia Saudita y el
wahabismo promovido por altos dignatarios religiosos sauditas y ciertos
miembros de la familia real. El rey Abdallah tendió la mano a otras religiones,
visitando el Vaticano en 2007 y estimulando la realización de una conferencia
interconfesional con responsables cristianos y judíos, conferencia que
finalmente se realizó al año siguiente.
En 2002,
siendo aún príncipe heredero, Abdallah presentó también una proposición para
lograr la paz entre Israel y sus vecinos en una cumbre de las naciones de la
Liga Árabe. Su plan, que obtuvo en numerosas ocasiones el respaldo de los
gobiernos de esa organización, llamaba a la normalización de las relaciones
entre el conjunto de los países árabes e Israel, a cambio de una retirada total
de los territorios ocupados (incluyendo el este de Jerusalén) y de un «arreglo
equitativo» de la crisis de los refugiados palestinos que tendría como base
la resolución 194 de la ONU. En 2002, el entonces primer ministro de Israel,
Ariel Sharon, rechazó aquel plan, al igual que George W. Bush y Dick Cheney, ya
decididos a desatar la guerra contra Irak. Sin embargo, como ha señalado David
Ottaway, del Woodrow Wilson Center,
«El plan
de paz que Abdallah propuso en 2002 sigue siendo una base fascinante para una
posible cooperación entre Estados Unidos y Arabia Saudita sobre la cuestión
israelo-palestina. La proposición de Abdallah obtuvo el respaldo de la Liga
Árabe en su conjunto durante su cumbre de 2002. El presidente israelí Shimon
Peres y Olmert [el entonces primer ministro de Israel] hablaron de él
favorablemente, y Barack Obama, que había escogido el canal de televisión
saudita Al-Arabiya para su primera gran entrevista después de su investidura,
felicitó a Abdallah por el «gran coraje» que había demostrado al
elaborar aquella proposición de paz. Sin embargo, Benjamin Netanyahu, favorito
para ser el nuevo primer ministro israelí, se opuso firmemente a ese plan
saudita, en particular a la idea de que el este de Jerusalén debía ser la
capital de un Estado palestino.» [40]
En 2012, ese
plan está congelado, Israel no oculta su deseo de desencadenar una acción
armada contra Irán y Estados Unidos está paralizado por el año electoral. Sin
embargo, el presidente israelí Shimon Peres había acogido favorablemente
aquella iniciativa en 2009, y George Mitchell, en su condición de enviado
especial del presidente estadounidense para el Medio Oriente, anunció aquel
mismo año que la administración Obama tenía intenciones de «incorporar»
aquella iniciativa a su política para la región [41].
Esas
expresiones de respaldo demuestran que un acuerdo de paz en el Medio Oriente es
teóricamente posible. Pero están lejos de hacer que su aplicación se convierta
en algo probable. El problema es que cualquier acuerdo de paz necesita un
margen de confianza mutua, algo muy difícil de lograr cuando cada una de las
partes abriga un sentimiento de inseguridad en cuanto al porvenir de su propia
nación. Algunos comentaristas sionistas, como Charles Krauthammer, recuerdan
que, durante los 30 años anteriores a los acuerdos de Camp David, la
destrucción de Israel fue «el objetivo unánime de la Liga Árabe» [42]. Numerosos palestinos, al igual
que la mayor parte del Hamas, temen que un acuerdo de paz no resulte
satisfactorio y que en realidad ponga fin a sus aspiraciones de lograr un
arreglo justo de sus diferendos.
En el Medio
Oriente, la inseguridad es especialmente grande debido a un resentimiento
ampliamente compartido. Se trata de un resentimiento engendrado por la
injusticia, a su vez alimentada y propagada por la inseguridad. El actual statu
quo internacional tiene sus principales orígenes en las injusticias. Pero
la injusticia que afecta al Medio Oriente resulta –en todos sus aspectos–
extrema, reciente y permanente. Si lo señalo es simplemente para dar Estados
Unidos el siguiente consejo: hay que recordar que los temas de seguridad y de
justicia no pueden abordarse por separado.
Por encima
de todo, tenemos que mostrar compasión. Como americanos, tenemos que entender
que tanto los israelíes como los palestinos viven en condiciones cercanas a un
estado de guerra. Pero ambos pueblos tienen razones para temer que un acuerdo
de paz pueda ponerlos en una situación todavía peor que la que viven
actualmente. En el Medio Oriente han muerto demasiados civiles inocentes. Sería
muy necesario que las acciones de Estados Unidos no agraven ese importante
costo humano.
Ese
sentimiento de inseguridad, que constituye el principal obstáculo para la paz,
no se limita al Medio Oriente. A partir del 11 de septiembre, el pueblo de Estados
Unidos ha sufrido la angustia vinculada a la inseguridad, y esa es la principal
razón que explica por qué opone tan poca resistencia a la evidente locura de la
«guerra contra el terrorismo» de Bush, Cheney y Obama.
Los
dirigentes de esa guerra prometen convertir los Estados Unidos en un lugar más
seguro. Es, sin embargo, esa guerra lo que sigue garantizando la proliferación
de los terroristas que supuestamente son los enemigos de Estados Unidos. Y
también sigue diseminando la guerra a través de nuevos campos de batalla, como
Pakistán y Yemen. Al generar así sus propios enemigos, parece probable que la «guerra
contra el terrorismo» tenga que proseguir perennemente ya que hoy está
sólidamente enraizada en la inercia burocrática. Por ello se parece mucho a la
«guerra contra la droga», una política irracional que mantiene a un
elevado nivel los costos y e ingresos de los narcóticos, lo cual atrae nuevos
traficantes.
Por otra
parte, esta guerra contra el terrorismo acentúa sobre todo la inseguridad entre
los musulmanes, que son cada vez más numerosos en tener que enfrentar el temor
a que los civiles, y no sólo los terroristas yihadistas, caigan víctimas
de los ataques con drones. La inseguridad en el Medio Oriente es el
principal obstáculo para la paz en esa región. Los palestinos viven con el
miedo cotidiano a la opresión que sobre ellos ejercen los colonos de
Cisjordania y a las represalias del Estado hebreo. Los israelíes viven en un
constante temor a la hostilidad de sus vecinos. Un temor que comparte la familia
real saudita. Es así como la inseguridad y la inestabilidad han ido
simultáneamente en aumento a partir del 11 de septiembre y del inicio de la «guerra
contra el terrorismo».
La
inseguridad reinante en el Medio Oriente se repercute en una escala cada vez
mayor. El miedo de Israel ante Irán y el Hezbollah se corresponde con el temor
iraní a ataques masivos contra sus instalaciones nucleares, temor basado en las
amenazas israelíes. Por otro lado, antiguos halcones estadounidenses, como
Zbigniew Brzezinski, han advertido recientemente que un ataque israelí contra
Irán puede provocar una guerra más larga que lo previsto, ya que el conflicto
podría extenderse a otros países [43].
En mi
opinión, los ciudadanos de Estados Unidos deberían temer por sobre todo la
inseguridad engendrada por los ataques con drones que realiza su propio
país. Si esos ataques no se detienen rápidamente, su resultado puede ser el
mismo que tuvieron los ataques nucleares estadounidenses de 1945: llevarnos
hacia un mundo donde no sólo una sino muchas potencias dispongan de esa arma.
Arma que podrían verse llevadas a utilizar. En ese caso, Estados Unidos se
convertiría con toda seguridad en el nuevo blanco más probable.
¿Cuánto
tiempo van a necesitar los ciudadanos de Estados Unidos para comprender el
rumbo previsible de esta guerra autogeneradora y para movilizarse contra ella?
¿Qué debemos hacer?
Al utilizar
la analogía con los errores británicos de fines del siglo XIX, este artículo ha
defendido un regreso paulatino a un orden internacional más estable y más justo
a través de una serie de etapas concretas, algunas de las cuales serían
graduales:
1) Una
reducción paulatina de los enormes presupuestos destinados a la defensa y al
espionaje. Dicha reducción se agregaría a la actualmente prevista por causas
financieras y debería ser más importante.
2) Una
supresión gradual de los aspectos violentos de la supuesta «guerra contra el
terrorismo», pero manteniendo los medios policiales tradicionales de lucha
contra el terrorismo.
3) La
reciente intensificación del militarismo estadounidense puede atribuirse en
gran parte al «estado de urgencia» decretado el 14 de septiembre de
2001, y renovado anualmente desde entonces por los sucesivos presidentes de
Estados Unidos. Ese estado de urgencia debe levantarse de inmediato y deben
reevaluarse las llamadas medidas de «continuidad del gobierno» (COG,
siglas correspondientes a Continuity of Government) a él asociadas y que
incluyen la vigilancia y detención sin mandato, así como la militarización de
la seguridad interna en Estados Unidos [44].
4) Un
regreso a las estrategias que dependen esencialmente de la policía civil y de
la inteligencia en el tratamiento del problema del terrorismo.
Hace 40 años
habría llamado al Congreso a emprender esos pasos, necesarios para disipar el
estado de paranoia en que vivimos actualmente. Hoy en día he llegado a pensar
que esa institución se haya también bajo el control de los círculos de poder
que se benefician con lo que yo llamo la Máquina de guerra global de Estados
Unidos. En ese país, los supuestos «estadistas» están tan implicados en
la preservación de la supremacía de su nación como antes lo estuvieron sus
predecesores británicos.
Mencionar
eso no equivale, sin embargo, a no creer en la capacidad de Estados Unidos para
cambiar de rumbo. Tenemos que recordar que las protestas políticas internas
tuvieron un papel determinante en el cese de una guerra injustificada contra
Vietnam, hace 40 años. Es cierto que, en 2003, manifestaciones comparables –con
la participación de un millón de personas en Estados Unidos– no bastaron para
impedir que Estados Unidos iniciara una guerra ilegal contra Irak. Aquel gran
número de manifestantes, reunidos en un periodo de tiempo relativamente corto,
fue sin embargo impresionante. La cuestión hoy en día es saber si los
militantes pueden adaptar sus tácticas a las nuevas realidades para organizar
una campaña de protesta duradera y eficaz.
A lo largo
de 40 años, esgrimiendo como pretexto la planificación para la continuidad del
gobierno (COG), la Máquina de guerra
americana ha venido
preparándose para neutralizar las manifestaciones urbanas en contra de la
guerra. Mediante la comprensión de ese proceso y utilizando el ejemplo de las
locuras del hipermilitarismo británico, los actuales movimientos antiguerra
deben aprender a ejercer presiones coordinadas en el seno de las instituciones
estadounidenses –y no sólo «ocupando» las calles con ayuda de las
personas sin techo. No basta con denunciar las crecientes desigualdades entre
ricos y pobres en materia de ingresos, como hacía Winston Churchill en 1908. Tenemos
que ir más lejos para entender que esas desigualdades tienen su origen en
arreglos institucionales que es posible corregir –a pesar de que las
instituciones son disfuncionales. Y uno de los principales arreglos que aquí
menciono es la supuesta «guerra contra el terrorismo».
Resulta
imposible predecir el éxito de un movimiento de ese tipo. Pero creo que el
desarrollo de los acontecimientos globales convencerá a un número creciente de
ciudadanos estadounidenses de que es necesario emprenderlo. Ese movimiento
debería reunir un amplio abanico del electorado, desde los lectores
progresistas de ZNet y de Democracy Now hasta los partidarios
libertarios de Murray Rothbard y de Ron Paul.
Y creo
también que una minoría antiguerra bien coordinada y no violenta puede lograr
la victoria. Reagruparía entre 2 y 5 millones de personas cuya acción se
basaría en recurrir a la verdad y al buen sentido. Hoy en día, las
instituciones políticas fundamentales de Estados Unidos son tan disfuncionales
como impopulares. En particular, el Congreso tiene un índice de aprobación de
un 10%. La encarnizada resistencia que el mundo de la riqueza personal y
empresarial opone a las reformas razonables constituye un problema aún más
grave. Pero mientras más abiertamente muestren los ricos su influencia
antidemocrática, más evidente se hará la necesidad de restringir sus abusos.
Recientemente tomaron como blanco a varios miembros del Congreso para
excluirlos de esa institución por haber cometido el «delito» de
comprometerse a resolver ciertos problemas gubernamentales. En ese país existe
ciertamente una mayoría de ciudadanos que es necesario movilizar para regresar
a la defensa del bien común.
Nuevas
estrategias y técnicas de protesta serán seguramente necesarias. Definirlas no
es ciertamente el objetivo de este artículo. Pero es previsible que las futuras
manifestaciones –o cíbermanifestaciones– estén llamadas a utilizar Internet con
más habilidad.
Repito
nuevamente que nadie puede predecir con confianza la victoria en esta lucha por
el bien común contra los intereses particulares y los ideólogos ignorantes.
Pero ante el creciente peligro de un desastroso conflicto internacional, la
necesidad de movilizarse en defensa del interés general se hace cada vez más
evidente. El estudio de la Historia es uno de los mejores medios de evitar que
esta se repita.
¿Es
irrealista esta esperanza de ver surgir un movimiento de protesta? Es muy
probable. En todo caso, estoy convencido de que ese movimiento es necesario.
[1] Oliver Villar y Drew Cottle,
Cocaine, Death Squads, and the War on Terror: U.S. Imperialism and Class
Struggle in Colombia (Monthly Review Press, Nueva York, 2011); Peter Watt y
Roberto Zepeda, Drug War Mexico: Politics, Neoliberalism and Violence in the
New Narcoeconomy (Zed Books, Londres, 2012); Mark Karlin, «How the
Militarized War on Drugs in Latin America Benefits Transnational Corporations
and Undermines Democracy», Truthout, 5 de agosto de 2012.
[2] Peter Dale Scott, La Machine de guerre
américaine: la Politique profonde, la CIA, la drogue, l’Afghanistan... (Éditions
Demi-Lune, Plogastel Saint-Germain, 2012), pp.317-41.
[3] Patrick Cockburn, «Opium: Iraq’s deadly new export», Independent Londres, 23 de mayo de 2007.
[4] Scott, La Machine de guerre
américaine, pp.204-12.
[5] Ver Mark Karlin, «How the Militarized War on Drugs in Latin America
Benefits Transnational Corporations and Undermines Democracy», Truthout, 5 de agosto de 2012.
[6] Sekhara Bandyopadhyaya, From
Plassey to Partition: A History of Modern India (Orient Longman, Nueva
Delhi, 2004), p.231.
[7] Kevin Phillips, Wealth
and Democracy: A Political History of the American Rich (Broadway Books,
Nueva York, 2002), p.185.
[8] «Las semillas de la ruina
imperial y de la decadencia nacional –el anormal abismo entre los ricos y los
pobres […] el fulgurante crecimiento de un lujo vulgar y ocioso– son los
enemigos de Gran Bretaña» (Winston Churchill, citado en Phillips, Wealth
and Democracy, p.171).
[9] John A. Hobson, Imperialism
(Allen and Unwin, Londres, 1902; reimpresión de 1948), p.6. En aquella época,
el principal impacto de este libro en Gran Bretaña fue que puso fin
definitivamente a la carrera de su autor como economista.
[10] Hobson, Imperialism, p.12.
Cf. Arthur M. Eckstein, «Is There a ‘Hobson–Lenin Thesis’ on Late
Nineteenth-Century Colonial Expansion?», Economic History Review, mayo
de 1991, pp.297-318; ver en particular las páginas de la 298 a la 300.
[11] Peter Dale Scott, «The Doomsday Project, Deep Events, and the Shrinking
of American Democracy», Asia-Pacific Journal:
Japan Focus, 21 de enero de 2011.
[12] Ver Ralph Raico,
«Introduction», Great Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal (Mises Institute, Auburn, AL, 2010), http://mises.org/daily/5088/Neither....
[13] Carroll Quigley, Tragedy and Hope: A History of the World in Our Time (G,S,G, & Associates, 1975); Carroll Quigley, The Anglo-American
Establishment (GSG Associates publishers, 1981). Conversación en Laurence
H. Shoup y William Minter, The Imperial Brain Trust: The Council on Foreign
Relations & United States Foreign Policy (Monthly Review Press, New
York, 1977), pp.12-14; Michael Parenti, Contrary Notions: The Michael
Parenti Reader (City Lights Publishers, San Francisco, CA, 2007), p.332.
[14] Sobre los intereses –poco
mencionados por los observadores– de las compañías petroleras en los
yacimientos petrolíferos de Cambodia, ver Peter Dale Scott, The War
Conspiracy: JFK, 9/11, and the Deep Politics of War (Mary Ferrell
Foundation, Ipswich, MA, 2008), pp.216-37.
[15] Thomas Pakenham, Scramble
for Africa: The White Man’s Conquest of the Dark Continent from 1876-1912
(Random House, Nueva York, 1991).
[16] Ver los diferentes libros de
Barbara Tuchman, sobre todo The March of Folly: From Troy to Vietnam (Knopf,
Nueva York, 1984).
[17] Pakenham, ibidem.
[18] E. Oncken, Panzersprung
nach Agadir. Die deutsche
Politik wtihrend der zweiten Marokkokrise 1911 (Dilsseldorf, 1981). En alemán, la
expresión Panzersprung se convirtió en una metáfora para cualquier
demostración injustificada de la llamada diplomacia de las cañoneras.
[19] Thom Shanker, «Global Arms Sales Dropped Sharply in 2010, Study Finds», New York Times, 23 de septiembre de 2011.
[20] Thom Shanker, «U.S. Arms Sales Make Up Most of Global Market», New York Times, 27 de agosto de 2012.
[21] Stephen Ambrose, Eisenhower:
Soldier and President (Simon and Schuster, Nueva York, 1990), p.325.
[22] Robert Dallek, An
unfinished life: John F. Kennedy, 1917-1963 (Little, Brown and Co., Boston,
2003.), p.50.
[23] Shanker, «U.S. Arms Sales Make Up Most of Global Market», New York Times, 27 de agosto de 2012.
[24] Peter Dale Scott, La Route vers le Nouveau Désordre Mondial: 50 ans
d’ambitions secrètes des États-Unis, (Éditions
Demi-Lune, París, 2010), pp.66-72.
[25] Scott Shane y Andrew W.
Lehren, «Leaked Cables Offer Raw Look at U.S. Diplomacy», New York Times, 29 de noviembre de 2010. Cf. Nick Fielding y
Baxter, «Saudi Arabia is hub of world terror: The desert
kingdom supplies the cash and the killers», Sunday
Times, Londres, 4 de noviembre de 2007.
[26] La ONU ha establecido un listado
de sucursales de la International Islamic Relief Organization (IIRO, una
filial de la Rabita) en Indonesia y en Filipinas como propiedades o
socios de al-Qaeda.
[27] Ver Peter Dale Scott, «La Bosnie, le Kosovo et à
présent la Libye: les coûts humains de la collusion perpétuelle entre
Washington et les terroristes», Mondialisation.ca, 17 de octubre de 2011;
ver también, de William Blum, «The United States and Its Comrade-in-Arms, Al Qaeda»,
Counterpunch, 13 de agosto de 2012.
[28] Christopher Boucek, «Yemen: Avoiding a Downward Spiral», Carnegie Endowment for International Peace, p.12.
[29] «In Yemen, ‘Too Many Guns and Too Many Grievances’ as
President Clings to Power», PBS Newshour, 21 de
marzo de 2011.
[30] Robert Lacey, The
Kingdom: Arabia and the House of Sa’ud Avon, Nueva York, 1981, pp.346-47,
p.361.
[31] John Kerry, Al Qaeda in Yemen and Somalia: A Ticking Time Bomb: a
Report to the Committee on Foreign Relations, U.S.
G.P.O., Washington, 2010, p.10.
[32] Scott, La Route vers le Nouveau Désordre Mondial, pp.214-20.
[33] Scott Shane y Andrew W.
Lehren, «Leaked Cables Offer Raw Look at U.S. Diplomacy», New York Times, 29 de noviembre de 2010..
[34] Nick Fielding y Sarah Baxter, «Saudi Arabia is hub of world terror: The desert kingdom
supplies the cash and the killers», Sunday Times, Londres, 4
de noviembre de 2007: «Religiosos extremistas están enviando una multitud de
reclutas a varios de los puntos calientes más violentos del mundo. Un análisis
de NBC News sugiere que los sauditas constituyen el 55% de los combatientes
extranjeros en Irak. Se encuentran además entre los más intransigentes y los
más militantes.»
[35] Rachel Ehrenfeld, «Al-Qaeda’s Source of Funding from Drugs and Extortion
Little Affected by bin Laden’s Death», Cutting
Edge, 9 de mayo de 2011.
[36] Sunday Times, Londres, 4 de
noviembre de 2007.
[39] The Weekly Standard, 30 de mayo de 2005. Cf. Newsweek, 30 de mayo de
2005. Adaptado de Hilmi Isik, Advice for the Muslim (Hakikat Kitabevi,
Estambul).
[40] David Ottaway, «The King and Us: U.S.-Saudi Relations in the Wake of
9/11», Foreign Affairs, mayo-junio de 2009.
[41] Barak Ravid, «U.S. Envoy: Arab Peace Initiative Will Be Part of
Obama Policy», Haaretz, 5 de abril de 2009. David
Ottaway, «The King and Us: U.S.-Saudi Relations in the Wake of
9/11», Foreign Affairs, mayo-junio de 2009.
[42] Charles Krauthammer, «At
Last, Zion: Israel and the Fate of the Jews», Weekly Standard, 11 de
mayo de 1998.
[43] «No tenemos la menor idea de
cómo terminaría una guerra de ese tipo», declaró [Brzezinski]. «Irán tiene
medios militares. Podría responder desestabilizando Irak». (Salon, 14 de marzo de 2012).
[44] Ver Scott, La Route vers le Nouveau
Désordre Mondial,
pp.257-331; Peter Dale Scott, «La continuité du
gouvernement étasunien: l’état d’urgence supplante-t-il la Constitution?», Mondialisation.ca, 6 de
diciembre de 2010.
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